Un pato autómata y la visión del mundo (Ensayo: La Imaginación en el Ocaso)
Un pato autómata engañoso que nos llevará de viaje a los grandes cambios de visión y trato del mundo
¡Hola! Nunca pensé que me habría llevado tanto tiempo desarrollar la nueva tongada de artículos, casi un año ha pasado desde el último, y aun así en este tiempo os ha interesado las dos piecitas introductorias, constantemente viendo como lo leíais, reaccionabáis, y recibiendo comentarios incluso, ¡muchas gracias! Ha sido un año intenso de trabajo del que factura, y en tiempos muertos he ido rascando este proyecto; mucha obsesión por intentar mejorar una mijita la escritura, así como reforzando la investigación de este proyecto cocinado a fuego lento. Espero que os guste.
Este artículo pertenece a un ensayo sobre una (posible) crisis de imaginación, sobre todo política y social, que se está apuntando como diagnóstico, en los últimos años, a una incapacidad de cursar con una transformación que asista a nuestras necesidades contemporáneas.
Antes de introducirnos a uno de los temas tecnológicos del momento, el cual se vincula con la imaginación (las IAs) y se le atribuyen capacidades humanas, si no superhumanas, haremos un viaje atrás, más atrás y luego al punto inicial de Historia de tecnologías e ideas. Si deseas leer la introducción a este ensayo por partes, para por ejemplo saber el objetivo que pretendo, o a qué me refiero con “crisis de imaginación” e incluso con palabras tan habituales, pero tan abstractas y ambiguas como “imaginación”, “imaginarios, puedes leerlo aquí
Finalmente he optado por un formato largo de artículo, para poder desarrollar ideas complicadas en buenas reflexiones. Es muy largo, es para leerlo con cariño y una buena taza de lo que te apetezca. Sea dicho que si quieres acompañarlo de música, recomiendo un disco que me ha acompañado escribiendo esto “Into the trees” de Zoe Keating (2010)
Imagina una fastuosa sala rococó en pleno París, en torno al año 1739. Entre cortinajes y mil adornos, casi en pleno centro de una palaciega y majestuosa sala, se encontrarían lo que parecerían dos esculturas, y un ave vivo. Ese ave es el centro de todas las miradas y admiración. Parece un pato, pero cuando te fijas con determinación, tiene el pico dorado: es un autómata emplumado. Se mueve con gran variedad de posiciones, e incluso grazna. Y, más insólitamente, se traga el grano que le ponen. Y, tras un rato… además, ¡defeca! Aun a pesar de la desagradable imagen, a todos efectos pareceuna perfecta imitación de un pato real. 1739, un pato autómata, ¡qué maravilla de avance tecnológico!
El pato es la comidilla casual en cenas del momento para la élite francesa. Volviendo a la sala, imagina además, que hay un grupo de otras 14 personas muy bien vestidas a tu alrededor, recargadas de encajes, lazos, brocados florales, y algún que otro pelucón rizado. Todas prestáis atención a una décima sexta: el inventor Jacques de Vaucanson.
Esta escena, más o menos, está basada en un hecho histórico real. El pato, en concreto, existió. Es un maravilloso artefacto del que se perdió su pista a finales del siglo XIX.
Este pato estaba acompañado, en su exposición, de otros dos autómatas: uno que representaba a un flautista, y otro a un tamborilero con un flautín. El flautista fue una de las primeras obras del inventor en generar una grandísima recepción en las altas esferas francesas y europeas, y, de acuerdo con lo que se decía en su momento, realmente una obra muy sofisticada y avanzada.
Digamos que no era una mera caja de música a cuerda con carcasa de muñeco flautista, sino que tenía un sinfín de mecanismos que le permitían tomar y acumular aire, hacerlo pasar por una flauta real, y articular sus dedos enfundados en piel (se supone animal) y una reproducción de músculos labiales para hacer sonar el instrumento al mismo nivel de detalle que el de un humano. Esto que suena a proeza actual del MIT, ya ocurrió hace tres siglos, de verdad.
Para 1739, sin embargo, no era nuevo ese autómata, ya. Vaucanson probó a exhibirlo de nuevo, puesto que cobraba entrada y en anteriores ocasiones fue un espectáculo rentable. Pero para las altas élites ya lo tenían visto: aburría.
Sus visitantes esperaban nuevas obras que les entretuvieran y sorprendieran, sí, pero también les provocase una experiencia singular de conexión y exaltación del estado del arte y la ciencia de la época (y mejor si, además, era de origen francés), de conectar con el conocimiento más profundo de qué era un ser humano, la vida, y el Universo. O bueno, simple y llanamente una nueva experiencia más en sus aburridas y monótonas vidas de aristócrata.
El otro autómata, el tamborilero, pasó con menor gloria, pues parecía otra versión del éxito ya visto, el flautista, solo que con tamborín y flautín.
Pero, de acuerdo con el mismo inventor, Jacques de Vaucanson, era una mayor proeza en tanto que era más ágil y veloz que ningún tamborilero humano (de Vaucanson, Le Mécanisme du flûteur automate… 1738). Tendremos que esperar como poco siglo y medio para que la aspiración a la superación del humano sea un tema cultural importante. Para que hubiera sido un buen reclamo, debería haberse esperado, tal vez, un siglo. Por entonces, la aspiración se centraba en la recreación.
El pato digeridor, al parecer, fue un proyecto que lo mostró como decisión de último momento (Wood, Edison’s Eve, 2002). Y fue, para suerte de Vaucanson, un gran acierto: fue el centro de toda la atención. No solo eso, alcanzó un cénit de prestigio inimaginable. Hasta filósofos contemporáneos como Voltaire o De La Mettrie escribieron grandes cosas sobre el pato.
Se presentó como una muestra de los avances humanos en entender la biología animal. Según daba a entender el mismo de Vaucanson -y dejaba creer- había emulado el proceso de digestión. Al menos, en la descomposición de los alimentos y su conversión en materia fecal. Todo su libro engrandecía la capacidad de haber recreado algo tan complicado.
Años después de la creación y exhibición de este pato, del tremendo hype que se generó en torno a los misteriosos avances y la genialidad de su inventor, hubo un par de personas que pudieron mirar en su interior: un escritor bohemio viajante, C. F. Nicolai, que lo encontró 40 años después abandonado en una azotea (el “paso de la desilusión” lo dejaron alto). Y todavía 60 años más tarde, reapareció y se le encargó al ilusionista, Jean-Eugene Robert-Houdin (del que luego el famoso Houdini se inspiró para su nombre artístico) la reparación para una exposición, gracias a su experiencia constuyendo autómatas.
La sorpresa que ambos se encontraron es que el pato no digería nada. Tenía un pequeño compartimento para almacenar el grano que aspiraba, y un segundo compartimento cargado de una materia viscosa que haría el papel de excrementos. Digamos que no tenía ninguna capacidad de digerir. Pero la ilusión fue muy buena.
Nunca nadie, en la época de Vaucanson se cuestionó si eran verdaderas las explicaciones que el inventor daba. Parecía digerir, entonces es que digería. Y es que total, el aura mística del autómata le valió para que pensadores como Voltaire escribieran para la posteridad cosas como que ese pato era la máxima expresión de la gloria de Francia, y para otro matemático y filósofo contemporáneo, de La Mettrie, que de Vaucanson mismo era “el nuevo Prometeo” (en tanto que Prometeo creó, en la mitología griega, la vida humana)
Todas las descripciones y posibles imágenes que han llegado de este pato autómata apuntan a que era un artefacto complejo, intrincado, y cuidado en el detalle. Aunque no digiriera, Vaucanson había observado la anatomía de los patos vivos, y tenía una obsesión con los procesos fisiológicos. Aspiraba a imitar la vida, o, en consonancia a la mentalidad de su época, las obras de Dios.
Hay algo muy especial de los siglos XVIII y XIX sobre ese entusiasmo por los autómatas de animales y de humanos tocando música, que conecta con el conocimiento, las creencias y las expectativas o deseos de cómo se suponía que debería ser el mundo de entonces.
Esos autómatas, hoy en día en nuestro contexto cultural, forman parte de nuestros imaginarios: de imaginarios de un pasado retrofuturista (o paleofuturista) y algo olvidado. Bien pudiera parecer que la escena que intentaba recrear al inicio fuera el preámbulo de La Liga de los Hombres Extraordinarios, de Wild Wild West o de una escena de relleno en los Bridgerton.
También los autómatas, como modelos de lo posible de los siglos XVIII y XIX europeos, han mutado hoy en día, junto a otros desarrollos en el pensamiento y la visión del mundo, a la expectativa de que el ser humano puede (o incluso *debe*) ser imitado y superado por la tecnología. El famoso miedo a la sustitución del ser humano por el robot.
Entiendo como modelos e imaginarios de lo posible aquellos imaginarios que apuntan a cuestiones que se perciben como realizables y materializables, o existentes aunque no se perciba tener evidencias de ello. En contraste a otros imaginarios como podrían ser los imaginarios del pasado, los imaginarios de lo social, y otros tantos. No todos los imaginarios van de futuro.
Un imaginario es como un combo o una escena mental (más en calidad de “paisaje” como me decía Albano Cruz hace unos meses que no de escenario de futuro, para no confundirlo) donde hay varios elementos y proyecciones más o menos relacionados y coherentes entre ellos, con distintos niveles de detalle.
En realidad todos operan desde la proyección mental y pueden ser compartidos socialmente, aunque cada uno lo visualizará algo diferente.
Y pueden estar muy basados en datos y hechos reales, como pueden ser romantizaciones o incluso rozar lo fantástico. O estar a medio camino, por supuesto.
En esta parte del ensayo sobre la Imaginación en el Ocaso quiero invitaros a hacer un ejercicio que muchas historiadoras tenemos como defecto: rastrear de dónde vienen algunos modelos del mundo que damos como naturales -pero no necesariamente se justifican por el conocimiento basado en evidencias. Porque de modelos va la cosa.
Los imaginarios no dependen de grandes hombres con grandes ideas
Durante la transición que fue de la era medieval europea a la Modernidad, o sea, una transición cuyos valores y estructuras del poder estaban cambiando (lo que conocemos como “Edad Moderna”), ocurrió aquello que se conoce como la “Revolución Científica” (1540s-1680s). Y es que sí, necesitamos considerar transición de los modelos medievales a modernos todavía esas fechas.
Fue un momento en el que se cuestionaron los modelos del mundo geocéntricos, o sea, los que decían que la Tierra, como creación de Dios, eran el centro del Universo. Y fue momento también de una re-ordenación del mundo mental y política. No fue una simple nueva narrativa que irrumpió, y ala, nuevos imaginarios a mí.
Un modelo de mundo importante en el medievo europeo era la Scala Naturae. Se entendía el mundo fundamentado en una escalera de jerarquías abstractas si no pirámide. Es, seguramente, porque nos mal explicaban la ordenación social medieval europea en forma de una pirámide, en la escuela (daría para otros textos), inspirados en este esquema del mundo original.
Esta estructura vertical, más que pirámide, iba desde los distintos minerales conocidos hasta entonces en la base de todo, hasta Dios en la cúspide. Y entre medio, de abajo a arriba, encontraríamos a las plantas y hongos, luego los animales, los humanos, y finalmente los ángeles, antes de Dios.
Una escala que se reproducía, a la vez, dentro de cada categoría. Por ejemplo, en la escala de los animales no eran lo mismo los gusanos y los reptiles pegados a la tierra, que los nobles pájaros cercanos al divino cielo, por ejemplo; ni era lo mismo el innoble plomo, que el purísimo oro en lo que refiere a minerales.
Esta visión del mundo que nos puede parecer ahora algo ridícula transpiraba en todo en el día a día, en las formas de producir, en las formas de cuidar, en las maneras de relacionarse entre personas; no solo en la ciencia humana, que también, y más de lo que pensamos.
Por poner un simple ejemplo, que capturó entre otras investigadoras la historiadora Melitta Weiss Anderson en su obra (Regional Cuisines of Medieval Europe: A Book of Essays, 2002), era la manera de justificar moralmente (e incluso ontológicamente o un “así son las cosas”) por qué los campesinos no podían comer mucha carne -excepto para contextos festivos o para personas convalecientes- mientras que los nobles, de acuerdo con su nivel social, deberían ingerir sobre todo carnes (incluyendo como “postre”) y menos vegetales. El resultado dietético, como podemos imaginar, no era tan bueno para ninguna clase. El pasado era un país extraño, verdaderamente.
O explicaría también porque tenía la concepción que tenía la jerarquía social inglesa y de otras regiones europeas, incluso bien entrado el siglo XIX, en las que la integración de personas de una clase o esfera en otra se veía como algo absolutamente poco ético, el “Antiguo Régimen” que tanto se trató de derrocar.
Los cambios de modelos de visión del mundo no suceden de sopetón gracias a una gran idea encumbrada por un único gran hombre, y que posteriormente se adopta. Y cuando se dice “modelos de visión del mundo” es algo más extenso que un mero paradigma (como sería mencionar a secas “Scala Naturae”).
Como muestran por ejemplo el arqueólogo David Wengrow y el antropólogo David Graeber en su libro “El amanecer de todo” (2023), lo que llamamos “grandes ideas de grandes hombres”, son apariencias. Son ideas que nos llegan a nosotros a través de textos escritos por personas individuales con nombres y apellidos de alta alcurnia y capacidad de dedicación al trabajo intelectual (usualmente hombres, sobre todo).
Ahora bien, existen pruebas documentales de diferentes momentos de la Historia para asumir que esas “grandes ideas” no son insufladas en las cabezas de hombres con una inteligencia extraordinaria de manera accidental, o por voluntad de una entidad divina o mística como una musa. En verdad, sabemos que muchas veces eran como cualquier otra persona, que se relacionaban con amigos, colegas, iban a espacios sociales y a bares tipo coffehouses ingleses, clubes y sedes de sociedades, y a fiestas, especialmente en espacios que podrían ser llamados, según el sociólogo Ray Oldenburg en los 80s como “tercer espacio”.
Es ahí que estas personas se relacionaban con “temazos” o cuestiones de interés o preocupación que se comentaban en sus épocas. También se relacionaban con teorías emergentes si tenían la suerte de estar conectados con las personas y colectivos que hacían fluir lo novedoso y raro, o incluso “lo desviado”. Valga añadir que las mujeres solo tenían acceso a otros tipos de terceros espacios, si es que no eran recepciones en sus casas.
Recrear esa historia, la Historia no descrita en textos, es una tarea muy difícil. Es una historia poco accesible. De manera directa solo nos quedan restos arqueológicos que nos hablan a través de la distribución de los espacios. O los textos de esos grandes hombres y otras formas de expresión artística coetánea. Por tanto, en ocasiones también se trabaja la reconstrucción histórica a partir de manuscritos o panfletos populares que destaquen qué preocupaba y qué interesaba, en los entornos sociales de la época.
Así, partiremos con este entendimiento: que las ideas o modelos de visión del mundo que emergen y cambian la forma de ver el mundo y de lo social, no aparecen de la nada en la cabeza de un señor en su despacho, sino de muchas conversaciones a raíz de inquietudes sociales. Digamos que las musas, si las queremos conservar como metáfora, deberíamos verlas como seres tentaculares y con múltiples cabezas. Como seres lovecraftianos.
El mundo según Europa y la Modernidad: de creación jerárquica sagrada y esotérica de Dios, a creación de un Dios-relojero automatista
Nos vamos como punto de partida a esa Revolución Científica. Volvemos, el rodeo creo que era necesario. Contrariamente a lo que se suele decir sobre esta época (de los siglos XVI al XVIII) en relación con la religión cristiana, la ciencia emergente no era atea, ni desconectada de las instituciones religiosas de la época. Más bien lo contrario.
Desde el siglo XIII europeo, esa época medieval, en diferentes centros y monasterios europeos (por ejemplo, benedictinos y franciscanos) había una gran inquietud por casar las observaciones empíricas y pequeños experimentos con, precisamente, los textos bíblicos y textos antiguos recuperados.
Esto sucedía combinado “por lo bajini” con influencias de la efervescencia cultural y científica de árabes y magrebíes y el trato de textos grecolatinos en algunos monasterios que llegaba desde el sur de España, desde los intercambios comerciales mediterráneos en Italia y más lugares (y luego dicen que la Edad Medieval era oscura y estancada).
Un mito muy extendido respecto a esas épocas es ese mito que dibuja a los pensadores-científicos renacentistas como unos rebeldes insumisos contra la religión dominante. Es un mito injustificado en buena parte, dado que la Iglesia no bloqueaba el desarrollo intelectual por completo. Tenía ciertos intereses puestos en el desarrollo de lo que consideraban, más bien, un discurso teológico actualizado, uno que justificase, con la propia observación y evidencias, la palabra de Dios (la Biblia, vaya).
Esos “grandes h/nombres” de la nueva ciencia estaban más o menos conectados con los poderes eclesiásticos. Era absolutamente normal para la época. Hoy le llamamos “ciencia”, pero antaño lo entendían como trabajo teológico filosófico.
Ahora bien, lo que sí que tenían esos filósofos-científicos eran bastantes líneas rojas de lo que podían discutir y lo que no. Por ejemplo no podían discutir la sacralidad del ser humano como creación de Dios: ahí entonces sí que admitimos un poquito el gag de nobody expects the Spanish Inquisition.
Parece ser, pues, que, de manera orgánica (no planificada), desde el siglo XIII hasta ya esa Revolución Científica del XVII y XVIII, el mundo creado por Dios pasó:
De ser visto como una entidad insondable, mística y hermética, en la que Dios intervenía a su gusto e incomprensible criterio,
a un cosmos basado en unas reglas fijas y mecánicas. Dios se convertía en un demiurgo relojero perfecto. Y el mundo pasaba a ser determinista y mecanicista.
La nueva Modernidad es la era de la mecanización del cielo de Kepler como una “máquina celestial” repleta de manivelas y engranajes, y de la mecanización de la tierra, de las leyes mecánicas de Newton. Y de la mecanización, con suma delicadeza, del conocimiento del cuerpo humano
Ya estamos volviendo al pato poco a poco.
Por ejemplo, todo el “Tratado del Hombre” (1622) de Descartes (1596-1650) gira en torno a una lectura del cuerpo humano como una máquina, repleto de piezas, partes que se separan, agitan, calientan; de filamentos, de “humores” o líquidos fundamentales y componentes hidráulicos. Arranca tal que así:
“Supongo que el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios da forma con el expreso propósito de que sea lo más semejante a nosotros, de modo que no sólo confiere a la misma el color en su exterior y la forma de todos nuestros miembros, sino que también dispone en su interior todas las piezas requeridas para lograr que se mueva, coma, respire y, en resumen, imite todas las funciones que nos son propias, así como cuantas podemos imaginar que no provienen sino de la materia y que no dependen sino de la disposición de los órganos.” (p. 4 o bien al inicio del Tratado del Hombre)
Este marco mental de un mundo mecánico todavía pervive en la actualidad. Un marco que es determinista, porque asume que todos los elementos que lo componen están sujetos a condiciones y dinámicas simples que determinan de manera lineal el resto de condiciones del mundo. Por tanto, todo ya está determinado de antemano (un Destino mecanizado), en una perfección armoniosa.
Del ser humano como creación a imagen y semejanza de Dios, a engranaje sustituible
El engranaje y los mecanismos se inventaron como poco en torno al primer milenio a.C., partiendo de que ya hay rastros tanto en China como en Grecia de maquinarias muy sofisticadas entre los siglos V a.C. y III a.C., como el “carro que apunta al sur” chino o el mecanismo de Anticitera. Así también hay rastros de mecanismos más simples como tornos de cerámica, molinos de agua y un repertorio mucho más amplio de ingenios, milenios antes de esa era de la mecánica moderna y la industria occidentales, en muy diversos puntos del planeta. Pero es en el siglo XVIII que aparece un peculiar furor por los autómatas, de una manera muy especial.
Como explicaba al inicio de todo, es en este periodo europeo cuando se considera la exploración del automatismo como una forma de indagación científica y filosófica de la biología de los seres vivos. Algo así como un intento de realizaringeniería inversa.
También se consideraba el automatismo como una forma de expresar el avance no tecnológico, sino de la Razón del Hombre, y por extensión, de las naciones europeas (nacionalismos emergentes). Si podía un científico aproximarse a la obra de Dios, entonces se podía asumir que el estado del conocimiento nacional y humano estarían en un punto álgido de la Historia. Recordemos que Voltaire y De La Mettrie se animaron y vinieron muy arriba ensalzando a Jacques de Vaucanson, el inventor del pato digeridor.
En paralelo a ese automatismo que podríamos llamar “de entretenimiento” para la aristocracia europea, la I Revolución Industrial se estaba gestando también. Una pregunta que me surgía mientras desarrollaba este texto y estas ideas es:
¿Cómo se pasó del paradigma de aspirar a estudiar las obras de Dios (en este caso los animales y, ocasionalmente, humanos) mediante la emulación de éstas, en forma de autómatas-modelos reduccionistas de la vida, a la idea de la mejora del ser humano, es decir, la aspiración de superar a una obra que se suponía perfecta? Es decir, ¿cómo se pasó de entender al ser humano como una máquina perfecta hecha por el ser más supra-perfecto, Dios, a entender que debía mejorarse porque era imperfecto? ¿Y cómo se circunvaló un problema aparentemente tabú?
En dicha época, teníamos a filósofos-matemáticos-hombres-orquestra como Julien Offray La Mettrie, el mismo La Mettrie del que hablaba (1709-1751), que especialmente tuvieron que huir de su país de residencia.
En el caso de La Mettrie, huyó de Francia a Berlin, Prusia, por negar en sus publicaciones de la existencia del alma, al llevar al extremo la visión de que el cuerpo humano es una máquina y un animal más complejo (resumiendo muchísimo).
Si recordamos un poco a Descartes, surge otra pista para situarnos más en el sentido lógico de la época: la premisa clave que se articulaba en esta incógnita histórica era considerar la existencia del alma, y su función, como un “segundo cuerpo”, pero espiritual. El cuerpo carnal se entendía como una máquina-golem creada por Dios, pero sin duda el alma era el máximo potencial humano, la imagen de Dios. Esto seguro que nos suena más: la carne es pecaminosa, el alma, inmaculada.
Así, el rollo era que se entendía al cuerpo humano como una máquina super sofisticada y compleja, pero que enfermaba, envejecía. En plan “perfecta pero no mucho”. Porque la obra final de Dios a su imagen y semejanza es el alma, no el cuerpo físico y carnal.
Tendremos que esperarnos siglo y medio más (finales del XIX) para que el ateísmo y el cuestionamiento del alma se normalizaran más en la ciencia. Aunque, volviendo a la era del pato digeridor, en esta época se abría otro debate más relevante para nosotras hoy en día, menos glamuroso.
Nuestro patito, así como de Vaucanson forman parte de la bisagra entre un imaginario de Dios-relojero geometra de una obra perfecta, y un imaginario de la tecnociencia manipuladora del mundo y controladora de nuevos modelos productivos más eficientes.
De de Vaucanson he hablado de sus autómatas. Pero este inventor “Prometeo”, tan listillo con sus trucos, también trabajó en Lyon tras abandonar su carrera de automatista. La ciudad de Lyon, en su época, era la capital francesa de los tejidos de seda artesanal.
A de Vaucanson se le encargó, en nombre de la Corona francesa, auditar los procesos de la producción de tejidos. En concreto, tenía que auditar unos avances técnicos que propuso un académico de la iglesia unos años antes. Por aquel entonces, mitad del siglo XVIII, competían directamente con la producción de ropas de seda italianas, entre otros lugares. Francia no producía la mejor seda europea ni destacaba en mucha cosa textil.
En esta historia, de Vaucanson además de estudiar las propuestas técnicas del momento, propuso algunas ideas más, no tan “techie” sino de reorganización del trabajo, para optimizar y mejorar la calidad de la seda francesa. Podríamos llamarlo un Taylorista antes de Taylor.
La cosa no acabó muy bien. Las ideas de de Vaucanson y su motivación por impulsarlas rápidamente propició (junto a otros factores sociales y económicos de ese momento, y unas negociaciones lost in translation por el camino) una de las primeras huelgas de la Historia francesa antes del ludismo, en 1768. Las revueltas obligaron a de Vaucanson a huir por patas de Lyon en plena noche.
Nuestro inventor protagonista parece que estaba determinado en dar con una mayor eficiencia en la producción artesanal. También desarrolló entre otros inventos un telar semi-automatizado con tarjetas perforadas (aunque ojo, las tarjetas perforadas siquiera fueron invento suyo).
Medio siglo más tarde se le encargaría a Joseph-Marie Jacquard mejorar y desarrollar el famoso telar con su apellido, a partir de este de Vaucanson y otras innovaciones. A este telar más popular, el Jacquard, se le apoda en ocasiones el “antecesor de la computación moderna”.
Quizás la palabra “automatización” queda en nuestra cultura asociado a lo futurible y a la optimización económica, pero siempre es una pista que esté vinculada a la palabra “autómata”. La automatización es tan vieja y tan situada en Europa como ese bum de los autómatas-espectáculo en las salas europeas.
El mecanicismo se asociaba, en aquella época, con la reducción de algo más complejo (un cuerpo, un proceso de varias operaciones…) hacia un modelo sintetizado (de hacer una síntesis) o mínimo, reduciendo al máximo posible diferentes partes del proceso.
El pato de Vaucanson no era más que el intento de demostrar a la fuerza una capacidad extraordinaria de imitar un proceso vital, y la anatomía de un pato.
La “mecanización” del trabajo de la seda de Vaucanson, en cambio, nos hablaba más de un apremio competitivo nacional por optimizar la producción de un producto de lujo del que dependían no solo familias de una clase o esfera social alejada de la del rey (Vaucanson probablemente estaba entre ambas esferas), sino un entramado económico complejo de una ciudad especializada.
El encargo que le hizo la corona francesa fue una petición de reordenar las partes y piezas de la maquinaria productiva, incluyendo otros “corps humains” (cuerpos humanos) para mejorar la maquinaria económica. Crear un autómata social mejorado.
Modelos de la naturaleza del mundo y del humano que estructuran cómo nos orientamos hacia lo posible
La historia que nos interesa para entender la relación entre imaginación y pensamiento, y los cambios de régimen social, es la de cómo se gesta un nuevo modelo del mundo.
Un nuevo modelo que emerge no desde, sino entre pequeñas ideas, pequeños imaginarios tal vez más vagos, y personas y experimentaciones, y luego tecnologías, normas y nuevo vocabulario. Un modelo de mundo que para nosotras, en los 2020s nos parece en parte viejo, pero por otro lado, más cercano de lo que quizás al inicio nos parecería. Del mismo modo que la Scala Dei y el teocentrismo convivió con el antropocentrismo y el Dios-relojero.
Hemos partido de un imaginario que asociamos, algo mutado, con lo innovador y futurista (los autómatas y la robótica), lo hemos estudiado con lupa con hechos y objetos asociados del pasado como el pato, y la figura de de Vaucanson y su entorno de “fans”, y hemos visto que sus existencias y papeles tienen una relación con respecto a su sociedad y la visión del mundo de la época (cambiando de escala temporal a saltos más grandes).
Y también hemos visto como algunas condiciones materiales se necesitan para gestar no tanto el pato o los autómatas (el foco no lo he puesto ahí pero también daría de sí entrar en tal tema) sino esos imaginarios, tales como los espacios de encuentro entre señores que hablan del sentido de esas visiones del mundo pero también sus retos del día a día y sus movidas varias.
Es como una ecología. Un entramado sedoso de personas, tecnologías, ideas esporádicas, sistemas de creencias viejos que no chocan del todo con nuevos sistemas emergentes, sino que conviven. O incluso se mezclan en ocasiones como aguas de dos ríos distintos. Un entramado que también incluye acciones, decisiones, enfados, tensiones, políticas económicas, nacionalismo, engaños, ilusionismo y simulaciones…
Ecologías que abren nuevos espacios adyacentes de posibilidades, explorables desde imaginarios, pero también coincidencias. Y que he intentado ensamblar en este texto (jeje)
Para entrar en detalle sobre la vida de De Vaucanson, el primer capítulo del libro de Gaby Wood es fenomenal.
Explorar el pasado de una idea nos puede ayudar a desmitificarla y enfrentarla con menos distancia. Pues para diseccionar todo el percal cultural y económico que hay en torno a las IAs, y la automatización supuesta de la imaginación, que es lo que trataré en próximos artículos, me pareció muy útil, a riesgo de haber dado un viajazo espacio-temporal (imaginario aunque basado en hechos históricos) espero que no muy aburrido.
Espero que te haya estimulado ni que sea una mijita la imaginación.
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Algunas Fuentes:
Gaby Wood (2002). Edison’s Eve. A magical History of the quest for mechanical life. Nueva York: Random House
Jacques de Vaucanson (1768) Jugement de l’Académie Royale des Sciences sur une nouvelle méthode de tirer la soie, et de l’apprêter en Organsin. Consultable la versión digitalizada en Gallica.fr
George Friedmann (1953). “L’Encyclopédie et le travail humain” en Annales, 8° año, núm. 1. Consultable una versión digitalizada libre online.
Melitta Weiss Adamson (2002). Regional Cuisines of Medieval Europe: A Book of Essays. Nueva York: Routledge